Máquina de Sensaciones
Proyectar. Una palabra que no me gusta relacionarla con el futuro. El futuro será lo que deba ser. Pero la acción de proyectar sólo surge tras un trabajo de elaboración. Entonces, sí puedo preguntarme, ¿qué quiero proyectar? ¿Cuál es el objetivo que me propongo a elaborar y desarrollar para luego proyectarlo al mundo? Es casi como preguntarme cuál es mi sueño, qué es lo que anhelo. Y es una pregunta que ya tiene respuesta desde hace ya un tiempo. Crear sensaciones. Más que crearlas, ayudar a que otros puedan descubrirlas, vivirlas. Imagino la conformidad que se debe obtener por mostrarle a aquellas personas, que tal o cual sensación, sentimiento, existe. Todo aquello se puede lograr a través de momentos. Y no sólo en una charla con un amigo, en una mirada, en un roce, en un abrazo, sino también en la sensación que produce una caminata bajo la lluvia, el sentimiento que surge el ser elogiado o incluso en la emoción y el deseo que emergen al ver pasar a un tren.
Ya No Duele Más
Mis ojos no quieren pestañar. No quieren perderse ni un segundo de aquella escena que las pupilas estaban grabando. La aguja y la piel, una frente a la otra. Sostenía la puntiaguda figura con mi mano y me disponía a pichar, a penentrar aquella suave y delicada piel... mi piel. En los primeros segundos mi mano no respondía. Temblaba, asustada, atada por el instinto que le decía que no debía seguir con aquello. Costó, pero el deseo de seguir adelante con esta prueba superó los límites. Ya sudando y con la tensión al máximo, la aguja dio el primer pinchazo.
El dolor fue intenso. Sin embargo, evité gritar, firme en seguir adelante. Mis ojos lo grababan todo. Mi mano, decidida, comenzó a penetrar la aguja en la piel, tal como lo hace una espada en la piedra. Las primeras gotas de sangre aparecieron de repente. Mi piel lloraba. Me decía que pare, que no la lastime, que tenía miedo, que sentía dolor. Mis ojos también lloraban. Una mezcla de desesperación y ansia se apoderaron de mí. Quería parar, gritar, llorar y sanar aquella herida, ferviente, que no paraba de arder. Y a pesar de que mi mente parec’a estar a punto de arrepentirse, mi mano ya no pudo parar. La aguja se apoderó de mi piel. Traspasó no sólo mi piel, sino también mis arterias, mi carne, hasta chocar con el hueso. El dolor fue muy fuerte, demoledor, pero más breve de lo esperado. Mi piel no ardía a pesar de que lloraba cada vez más fuerte. Ya no sentía dolor. Vencí al dolor, quizás uno de los más fieles lacayos de la muerte, junto al miedo. Ya no dolía, y no volvería a hacerlo. Cicatrizará la herida, encerrando dentro de ella al dolor, que jamás volvería a presentarse, por lo menos, hasta que alguien quiera sacarlo...
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